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Desde principios del siglo pasado, en el seno de las organizaciones profesionales se hizo patente la necesidad de dotarse de un conjunto de normas a modo de recopilación de valores y principios éticos que indicaran el camino hacia la excelencia profesional.
No se trataba de definir acciones ilícitas, esto es, contrarias a ley, dado que esta materia está reservada a otros textos normativos sancionados legalmente. Se trataba de consolidar aquellas normas comúnmente admitidas como adecuadas para establecer relaciones profesionales basadas en la honestidad, la diligencia, la confianza y la lealtad.
Nacieron así los Códigos Éticos, y hoy es difícil encontrar una organización profesional que no haya realizado el esfuerzo de definir qué patrones de conducta y comportamientos, qué simbología o qué uso del lenguaje conduce a niveles máximos en el ejercicio de la profesión con dignidad y probidad.
El fenómeno de las redes sociales y el atractivo que suscitan como globalizada forma de comunicación hacen que millones de personas en el mundo caigan rendidas ante ellas, sin calibrar en ocasiones el efecto mariposa -positivo o negativo- que un mensaje en la red puede tener.
Así, un simple “tweet” puede ser capaz de crear un auténtico tsunami virtual con tremendas repercusiones sociales, que en muchas ocasiones pueden afectar negativamente a personas, colectivos o instituciones.