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Deber de neutralidad. Por Cristina Dexeus.

Es deber de las instituciones mantener la neutralidad, pero además es necesario mantener la imagen de imparcialidad.

En el período constituyente se debatió intensamente sobre la consideración del Ministerio Fiscal como órgano de comunicación entre el Poder Ejecutivo y los tribunales, configuración mantenida en la dictadura, o bien como órgano de relación con las Cortes Generales, prevaleciendo la tesis conforme a la cual se debía abandonar toda dependencia gubernamental para que pudiera cumplir su auténtica función de vigilancia del interés público, consagrándose así como órgano de relevancia constitucional, integrado en el Poder Judicial, con autonomía funcional, basado en los principios de legalidad e imparcialidad, principios estos últimos dirigidos a garantizar su actuación con independencia del Gobierno.

La fórmula escogida por el constituyente para el nombramiento del fiscal general del Estado (mejorable tanto en la forma de designación como en el plazo de mandato y causas de cese) ha suscitado indeseables recelos sobre su independencia de actuación. No olvidemos que tan relevante es la independencia real como su apariencia.

Sin perjuicio de la fórmula seleccionada, la institución es y debe ser ajena a toda injerencia política, pues el Gobierno no puede impartir ningún tipo de órdenes ya sean generales, ya en asuntos concretos (art. 8 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal) y en el orden interno se han establecido mecanismos de discrepancia de los fiscales ante las órdenes de un superior (art 27 EOMF); siendo deseable la atribución al Consejo Fiscal de mayor relevancia en los nombramientos de carácter discrecional para ejercer de verdadero contrapeso al poder del fiscal general y la obligación de dejar constancia escrita de las comunicaciones del gobierno con aquél. Se trata de fortalecer la independencia, imparcialidad y neutralidad de quien ostenta la cúpula del Ministerio Fiscal.

Uno de los deberes fundamentales de toda entidad o administración pública es la neutralidad, que significa que su actuación debe ser igual para todos los ciudadanos, con independencia de numerosos factores entre los que está su afiliación o preferencia política. Este deber asiste de manera especial a todos los órganos o instituciones que, por definición, deben estar al margen del juego político, como sucede con los juzgados y tribunales tanto como con el Ministerio Público, cuya posición constitucional obliga a actuar con independencia de los poderes políticos y cuyos integrantes tienen prohibido tener vínculos con partidos o sindicatos.

Los valores que se predican de los órganos por los que se manifiesta la justicia son la independencia, la imparcialidad o la objetividad y todo ello se traduce en un conjunto de condiciones objetivas para que estos principios queden resaltados y debe complementarse con la apariencia pública de que se respetan. Todos los fiscales, al igual que los integrantes del Poder Judicial, tienen el deber legal y ético de actuar al margen de cualquier posición política y todos, desde el primero hasta el último, son y deben ser conscientes de que actúan el nombre de la institución y que sus actos repercuten en todos los que integran la Carrera Fiscal; una responsabilidad individual que trasciende al conjunto.

Este deber se hace especialmente relevante en tiempos como los actuales en que determinados acontecimientos con trasfondo político se investigan por la jurisdicción penal. El hecho de que quien asume la cabeza de la institución se haya designado en el marco de un contexto perfectamente conocido, con el inmediato antecedente de integrar el Gobierno de la Nación, con la existencia de una afiliación política determinada y con un importante número de puestos relevantes pendientes de designar en el marco de la institución puede condicionar la actuación de la institución y su imagen pública.

La solución ofrecida no es satisfactoria. Se anuncia que la fiscal general se abstendrá de cuantos procedimientos se refieran a hechos que puedan haber sido conocidos en su recientísima condición de ministra de justicia e integrante del Consejo de Ministros, cuyas deliberaciones son secretas. Además, es previsible que su intervención pueda ser impugnada en otros asuntos que involucren a representantes públicos. En todos estos casos, la imagen de neutralidad puede verse comprometida y, en la duda y en beneficio de la institución, la única consecuencia posible es la abstención, por otra parte prevista en nuestra legislación para los fiscales que intervienen directamente en los procedimientos, pero no para quien asume la función de fiscal general del Estado. Y ante esta clase de situaciones, que deben ser transparentemente informadas públicamente, siempre podrá pensarse que existe un doble rasero en la decisión organizativa interna, con todas sus consecuencias en la resolución que se adopte de fondo. Es difícil entender que en unos casos conocerá la fiscal general del Estado y en otros no.

Es deber de las instituciones mantener la neutralidad, apartarse de todo interés partidista, de toda preferencia política o ideológica, pero además es necesario mantener la imagen de imparcialidad.

Fuente: La Razón

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