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Respeto Constitucional. Por Álvaro Redondo Hermida.

En el debate público domina la cuestión relativa al juramento o promesa de lealtad a la Constitución, llevado a cabo por algunos parlamentarios, con ocasión de la instalación de la XIV legislatura ordinaria. El juramento es el acto más solemne que puede imaginarse. Consiste en poner a la divinidad por testigo de la certeza de lo que ofrecemos o afirmamos. En la concepción judeocristiana, jurar en falso es faltar contra el Segundo Mandamiento. Fuera del contexto religioso, la promesa equivalente consiste en ofrecer, por el propio honor, la certeza del cumplimiento de lo anunciado o de lo afirmado.

En fechas recientes hemos visto emplear por nuestros representantes parlamentarios, a la hora de expresar su adhesión constitucional, algunas fórmulas estridentes, decididamente alejadas de la tradición, llamadas a provocar, llegando hasta el límite de la tolerancia institucional y la adecuación a Derecho. Hemos presenciado la invocación de conceptos y valores contrarios a nuestro régimen político («por la República»), o del patrocinio espiritual de personas sancionadas por delito grave («por los presos políticos»).

Sin duda, no han faltado voces de parlamentarios que han apelado al Reglamento para intentar acotar estos personalismos verbales. Se ha recordado en el hemiciclo la doctrina de la sentencia del Tribunal Constitucional 119-90, en orden a situar los límites de la libertad de expresión ideológica, en relación con el derecho a la participación política, frente a las exigencias de la seguridad jurídica, que impone el respeto al cumplimiento de las normas, tal como ellas aparecen en los textos legales.

Sin duda alguna, las fórmulas rituales deben ceder ante los derechos, más aún si se trata de derechos fundamentales, como el de participación política. Limitar la integración legítima de los representantes del pueblo en las actividades parlamentarias, por el solo hecho de negarse a seguir un texto rígido, no parece ser el mejor servicio a la democracia.

Sin embargo, la cuestión no transita por la validez intrínseca de las fórmulas empleadas. No se trata de determinar si los parlamentarios heterodoxos han alcanzado la condición de miembros de la Cámara, o por su actitud han dejado de hacerlo. Se trata más bien del hecho mismo, de gran relevancia política, de comprobar la extendida desafección de ciertos sectores del arco parlamentario, respecto de nuestra Carta Fundamental. Una Constitución como la nuestra, el patrimonio jurídico más grande que poseemos, que nos han permitido llegar a este lugar partiendo de una Transición compleja, a la que muchos veían con aprensión y pocos concedían crédito. Una Carta Magna que nos ha asegurado elecciones democráticas durante cuatro décadas, garantizando la suficiente libertad, la necesaria para que algunos pensamientos críticos hayan llegado tan lejos en su aventura política, que incluso creen adecuado censurarla al tiempo que prometen su respeto.

No se trata de dar una respuesta jurídica a los intentos de prometer, de modo frívolo, una fidelidad que ostensiblemente se rechaza. No se trata de anular juramentos con reserva mental, mediante pronunciamientos judiciales que incrementarían la zozobra de una Legislatura inestable, que nos augura confrontaciones ideológicas inéditas, y divisiones más estancas que la Cortina de Hierro. Se trata de plantearse, a partir de la experiencia parlamentaria de los referidos juramentos, si tiene algún sentido institucional, político y social, plantear a la Corona la posibilidad de proponer una candidatura a la Presidencia del Gobierno, aglutinando mayorías que asumen planteamientos contrarios a la Constitución, desafectos a la monarquía parlamentaria, partidarios de la disgregación territorial y contestatarios de la identidad nacional.

La Corona está llamada a responder a un mandato constitucional, consistente en proponer para el alto cargo de Presidente del Gobierno a cualquier español de bien, mayor de edad y que pueda regirse por sí mismo. Sin embargo, la inefable ceremonia de los juramentos exóticos nos ha revelado una situación inédita: la posible participación en la más alta dirección política de España de quienes públicamente, y en el momento más solemne que pueda imaginarse, han optado por marcar distancia respecto de la Constitución, como norma fundamental del Estado, o la nación española, como soberana de la que nacen todos los poderes, incluso el legislativo. Los ciudadanos debemos ser plenamente conscientes de dicha realidad, que puede poner en riesgo aspectos institucionales que hasta ahora no habían sido cuestionados a tan elevado nivel político.

Fuente: La Razón

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